Verano del 68

En aquel verano de 1968, no sin grandes esfuerzos y haciendo gala de una meticulosa previsión de fondos, mi padre decidió llevarnos de vacaciones a la isla de Ibiza. Para ello, previamente había reservado habitaciones en un pequeño hostal situado en la por aquél entonces apacible bahía de San Antonio Abad, al oeste de la isla. Al atardecer, cuando el sol empezaba a perderse por el horizonte dejando paso a la noche, llegamos a la ciudad de Alicante y nos dirigimos al puerto, no sin antes saborear un helado de barquillo por barba en el antiguo kiosko de la explanada. Al fondo de aquél muelle del puerto, calentando motores esperaba amarrado el “Ciudad de Alicante” un viejo y asmático cascarón de hierro crudo. Una actividad desenfrenada, rodeaba todo aquel ambiente. Gente de toda índole se despedía efusivamente como si se fuera a acabar el mundo. Un nutrido grupo de rudos operarios vestidos de azul oscuro, amarraban uno a uno los vehiculos mediante una red hecha con gruesas maromas de cuerda a una polea, alzándolos tambaleantes en vilo a voz en grito e introduciendolos meticulosamente en la bodega del barco junto a todo tipo de enseres y mercancías. Mi padre había comprado para el trayecto que supuestamente duraba ocho horas, unos billetes en cubierta y a la intemperie denominados “silla de toldillo” y un escueto camarote para mi madre. A las doce en punto, una estruendosa sirena perfectamente afinada rompió el aire tibio de la noche, mientras soltaban amarras. A modo de despedida, multitud de rollos de papel higiénico comenzaron a desplegarse hasta sus últimas consecuencias, en medio de efusivos gritos y recuerdos desesperados entre los pasajeros y aquellos que se quedaban en tierra y aquélla leyenda en forma de barco, maniobrando con destreza se adentró en la oscuridad del mar camino de la isla de Ibiza, al amparo de una luna generosa. Yo tenía entonces diez años y nunca había contemplado nada parecido; aquello era fascinante. La cubierta del barco estaba llena de gente singular, algunos lucían unas melenas enormes, llamativos pendientes, anillos y tatuajes; vestidos con ropas y andrajos de intensos colores, niños y niñas, padres y madres purulaban por el barco hablando en idiomas muy diversos, desprendiendo intensos olores muy marcados, a pachuli y a marihuana; eran aquellos hippies maravillosos que quisieron cambiar el mundo. Aquella noche inolvidable no pude dormir ante aquel panorama tan excitante, porque un nuevo mundo se abrió ante mis ojos. Ya de madrugada, cuando empezó a amanecer entre la bruma que da paso al día, apareció repentina y majestuosa la figura imponente del peñón de “Es Vedra” coronada por un ejercito de gaviotas defensoras del picacho, chillando alborotadas alrededor de aquella colosal roca plantada en mitad del mar. La costa de Ibiza cercana y apacible y a lo lejos D’alvila, la ciudad amurallada con su castillo en lo alto; final de trayecto para corsarios apátridas, artesanos y aventureros. Que tiempos aquellos, lo pasamos fenomenal, fue un verano maravilloso cerca del mar.