La Amistad

Antiguamente la amistad era un valor compartido durante toda una vida. Se daba el caso de tener que acompañar al cementerio a los fieles amigos de toda una época, a su entierro o al tuyo. Aquello era una delicada, pequeña pero grande cuestión de lealtad; que hermosa palabra. Peter Popphelreuther, Luis Aurie, Tivor Revest, Ricardo Atalaya y Javier de Winthuysen fueron los grandes amigos de mi padre en su juventud. A mi me bautizaron con el nombre de Javier por este último, al que por cierto fusilaron en las tapias del cementerio de la Almudena. A todos ellos les atrapó la guerra civil alrededor de los veinte años. Peter se casó con la tía Marichu, hermana de mi padre a la que nunca llegué a conocer. La única vez que vi llorar a mi venerado padre fue un día en el que nos hablaba de su querida hermana. Como Peter era alemán, cuando estalló la segunda guerra mundial, fue llamado a filas y tuvo que combatir en el frente de Polonia. Cuando terminó aquella terrible contienda, se le dio por desaparecido, pero la tia Marichu no se daba por vencida y se marcho a Alemania en su busca. Después de recorrer aquél país devastado, perdida la esperanza del reencuentro, regresó a España gravemente enferma. En el lecho de su muerte, quiso despedir a sus hermanos uno a uno y cuando le llegó el turno a mi padre, le pidió que bajara al kiosko de Canalejas que estaba en la esquina del Paseo del Prado y que le subiera un gin-tonic; mi padre salió raudo a cumplir aquel deseo y al regresar exhausto, ella ya había fallecido. Poco tiempo después, Peter apareció un día por Madrid, venía andando desde Alemania con lo puesto, deshecho y en busca de todo aquello que un día tuvo que dejar y que el tiempo había desvanecido. Peter rehizo su vida, volvió a casarse y tuvo dos hijas, Berber y Gavy, siempre fueron mis primas y aunque los lazos biológicos se habían roto, para la familia hasta el final de sus días siempre fue el tio Peter y para mi padre por encima de todo, y se dejaba sentir aquella lealtad, un entrañable amigo de juventud.