Cien duritos

A finales de la década de los setenta, cuando apenas algunos teníamos dieciocho años, una generación de jóvenes entregados y aventureros emprendimos desde nuestra incipiente creatividad, la excitante experiencia de adentrarnos en el intrincado universo tímbrico de la música creativa de muy diferentes vertientes y procedencias que por aquel entonces nos llegaba a raudales de la mano de no pocos grupos y maestros de este tan noble arte y oficio. La tarea no era fácil, emular a aquellos deslumbrantes preceptores de la época, guardando las distancias y al mismo tiempo concretar e intentar salvar con creces la entrega. Voluntad y drogas no faltarían, pero lo conseguimos, fuimos unos privilegiados y disfrutamos con creces de aquellos días. Inmediatamente después, una legión de niños violentamente destetados, irrumpió con vehemencia en el panorama contra cultural de la década de los ochenta, inconsistente y sin referentes sólidos, la movida madrileña se desvaneció de forma espontánea por las alcantarillas, a pesar de que fuera un fenómeno sociológicamente sorprendente y que en vano, algunos críticos avezados, por no pecar de modernos, se empeñaran en sostener aquéllo con alabanzas infundadas. De aquellos cafés, sobrevive de forma sorprendente para propios y ajenos algún esperpento de polvera coloreado y dos pero no tres artistas con cierto talento. Los menos afortunados arrastran lamentablemente sus sombras por los bulevares. A día de hoy, pocos o muchos somos los que asistimos atónitos al abordaje, avalado por concursos con jurado casposo y convocatorias con premio, de estilos y formas musicales que carecen de cualquier atisbo de emoción. Se sobre actua de forma irritante, el estribillo facilón en forma de calorreo se hace imprescindible, es sobradamente aceptable cualquier baratija armónica, la dictadura que imponen la industria y ciertos medios es tórrida, y la música en términos comerciales a menudo se rinde en manos desaprensivas. Malos tiempos para la lírica y la empírica. Nos queda la memoria.