Al colegio

El padre florentino tenía una habilidad especial para domesticar palomas y hacer ligeros trucos de magia con los que distraer la atención de los niños. Aquel primer día de colegio permanece imborrable en mi mente, me sentía asustado y la apoteosis llegó cuando apareció en aquel aula de párbulos con olor a serrin, un niño con los pantalones de tirantes bajados, rebozado en su propia caca, llorando desconsoladamente y repitiendo a voz en grito: ¡¡ no tengo papel!!. Por aquel entonces, el invierno tenía personalidad propia y el frío se dejaba sentir aquella madrugada, cuando mi madre generosa y paciente me despertó con ternura diciéndome al oído: ale hijo… al colegio. Emoción y desconsuelo, dificil de olvidar. Después de desayunar un buen tazón de cacao con uno o dos trozos de pan frito, pertrechado con una cartera de puro cuero y vestido para la ocasión con aquellas fabulosas botas gorila con su correspondiente suela de tocino, calcetines grises, pantalón corto de tergál con tirantes, camiseta blanca de felpa, camisa a cuadros de lana, jersey de punto grueso color verde y cuello de pico, la trenca, aquel picante verdugo negro calado en la cabeza hasta el cuello y en los bolsillos un pañuelo casi blanco y una pelota fabulosa de goma verde marca gorila, salí por la puerta con mis hermanos, camino del colegio. Al llegar al portal unos hombres con las caras tiznadas bajo unas extrañas casullas acopladas a la cabeza, se afanaban descargando al fondo de la portería desde un viejo camión aparcado en la calle, espuertas cargadas de carbón. Germán que por aquel entonces era el portero de la casa, daba ordenes con una escoba en la mano mientras barría los trozos desparramados a lo largo del recorrido que separaba la calle del patio lúgubre con olor a zotal donde se suponía que estaba la gran caldera.