Al colegio
El padre florentino tenía una habilidad especial para domesticar palomas y hacer ligeros trucos de magia con los que distraer la atención de los niños. Aquel primer día de colegio permanece imborrable en mi mente, me sentía asustado y la apoteosis llegó cuando apareció en aquel aula de párbulos con olor a serrin, un niño con los pantalones de tirantes bajados, rebozado en su propia caca, llorando desconsoladamente y repitiendo a voz en grito: ¡¡ no tengo papel!!. Por aquel entonces, el invierno tenía personalidad propia y el frío se dejaba sentir aquella madrugada, cuando mi madre generosa y paciente me despertó con ternura diciéndome al oído: ale hijo… al colegio. Emoción y desconsuelo, dificil de olvidar. Después de desayunar un buen tazón de cacao con uno o dos trozos de pan frito, pertrechado con una cartera de puro cuero y vestido para la ocasión con aquellas fabulosas botas gorila con su correspondiente suela de tocino, calcetines grises, pantalón corto de tergál con tirantes, camiseta blanca de felpa, camisa a cuadros de lana, jersey de punto grueso color verde y cuello de pico, la trenca, aquel picante verdugo negro calado en la cabeza hasta el cuello y en los bolsillos un pañuelo casi blanco y una pelota fabulosa de goma verde marca gorila, salí por la puerta con mis hermanos, camino del colegio. Al llegar al portal unos hombres con las caras tiznadas bajo unas extrañas casullas acopladas a la cabeza, se afanaban descargando al fondo de la portería desde un viejo camión aparcado en la calle, espuertas cargadas de carbón. Germán que por aquel entonces era el portero de la casa, daba ordenes con una escoba en la mano mientras barría los trozos desparramados a lo largo del recorrido que separaba la calle del patio lúgubre con olor a zotal donde se suponía que estaba la gran caldera.
Teresa
21 abril, 2007 @ 22:31
Javi,aquí Teresa,dando un paso más en la tecnología,con propia identificación!log name! términos nuevas para uno que se van sumando,gracias a los hijos que aportan su granito de arena,y pensar que uno creía que era uno el que les iba a enseñar a crecer…
y uno recuerda esos años que ya están perdidos en el tiempo y le invade una tierna nostalgia,las horas pasadas en el colegio,los compañeros,los tiempos libres,los inolvidables maestros,mamá intentando convencernos de que aprender era hermoso,y el portero que nos daba la bienvenida y nos abría las puertas a ese mundillo que al principio le temíamos y que después terminó siendo un lugar al que esperábamos con ansias ir,y no querer nunca abandonar.
un placer haber descubierto este espacio,querido amigo javier,a la espera de que te conviertas en nuestro amigo de la música,del pan y del vino.
hasta el reencuentro!
un beso enorme!
Teresa
21 abril, 2007 @ 22:38
por cierto,desde buenos aires escribo!!!!
cariños
Rodolfo Serrano
22 abril, 2007 @ 01:10
Javier. Me parece magnífico. Disfruto cada día con tus recuerdos, que, en buena medida son también míos.
Paula
22 abril, 2007 @ 03:41
Recuerdo haber odiado el colegio..lloraba toda la tarde porq queria estar con mi mamá, de hecho lloré hasta los 12 años, jeje bastante grandecita, q verguenza!!!!!!!!!!!!
En fin, de todos modos, son recuerdos llenos de ternura…
Desde Chile, con amor
Antoine
22 abril, 2007 @ 20:05
Mi colegio estaba a media hora de Madrid en autobús. Era el colegio de mi hermano, que me saca 9 años. Mis padres decidieron no complicarse la vida y por eso acabé en el mismo. Primero había tenido su sede en la calle Atocha, pero luego crearon una nueva en la carretera de Burgos y como los amigos de mi hermano se “mudaban”, él también lo hizo. Y años después, yo de rebote también acabé inmerso en ese viaje de una hora diaria…
Ni puedo recordar con la certeza de Javier lo que pasó el primer día. Ni podría contarlo con tanta magia y acierto. Cuando a mí me tocó ese momento, ya no había gente descargando carbón por las calles, ni se desayunaba pan frito, ni las carteras eran de ese cuero pertrechado con olor penetrante. Sin duda, todo era bien distinto…
Vagamente, sí recuerdo que el rato en el autobús “camino de lo desconocido” se me hizo interminable, aferrado a mi hermano como a un salvavidas, con la cara asustada, con los músculos rígidos. Y con ganas de tirarme por la ventana en cuanto Alfonso se descuidara…
La nueva sede era enorme. Y al llegar allí había cientos de chavales que parecían tener clarísimo su rumbo a seguir. Yo sólo me dejaba conducir por mi hermano, que como iba a BUP y no se conocía el pabellón de la EGB, tampoco lo tenía muy claro…
Al final, dimos con mi curso, con mi zona y, finalmente, con mi clase… Una profesora bajita y con cara de haber visto muchas caras como la mía, despidió a mi hermano acompañándole hasta la puerta. Y Alfonso se alejó por el ojo de buey como una nebulosa, que era lo que yo veía entre lágrima y lágrima desconsolada. Luego no recuerdo mucho… Seguramente Mari Cruz, la profe, hizo todo lo posible por forjar los primeros contactos y por mitigar los sollozos despavoridos. En el recreo, seguramente alguien sacó un balón de fútbol… Y como un dibujo del propio destino, poco a poco, comenzaron a transcurrir los días…
Así pasaron 11 años, hasta 3º de BUP. 11 años de horas y horas en el autobús, de miedos, de pocos recuerdos gratos, de sentir lejano lo que más quería y de no sentirme especialmente unido a nadie de los que se sentaron a mi lado en todo ese tiempo. Prueba de ello es que hace sólo 2 semanas, volviendo del cine, me crucé con un chico que fue a mi clase a lo largo de dos años. Nuestras miradas se reconocieron. Y decidimos no saludarnos… Fue toda una expresión de un tiempo en el que raramente fui feliz. Leyendo a Víctor Alfaro el otro día acerca de sus miedos en la época escolar y sobre el sueño de haber llevado una máscara como la de Jim Carrey para evitar malos tragos, me ví reflejado de forma absoluta…
El caso es que esa sensación de despedida cuando mi hermano se alejaba, acaba de volver, unos 25 años después, esta misma tarde, cuando un AVE se alejaba destino Tarragona. Lágrimas de miedo, lágrimas de ausencia, lágrimas que derrapan entre el corazón roto por la mayor de las tristezas…
25 años después, lágrimas como aquellas. Y un recuerdo de emociones similar al que Javier nos plantea en sus palabras.
bydiox
22 abril, 2007 @ 20:52
Hace apenas un par de años que dejé el colegio en el que estuve toda mi vida (desde primaria a bachillerato) y a veces me sorprendo a mí mismo tan lejano de esos recuerdos en clase, de profesores (en mi caso ‘Hermanos de la Salle’) que ya no están (desgraciadamente algunos han muerto).
Supongo que la infancia y la adolescencia marcan de una manera muy especial nuestras vidas.
Supongo que fue cuando éramos más felices.
Un saludo… desde el otro lado
txilibrin
23 abril, 2007 @ 07:37
Vaya memoria que tienen algunos! Yo no me acuerdo casi de nada del colegio. Lo que sí me quedó fue la sensación de sentirme muy bien entre sus cuatro paredes. Más que profesores eran amigos, y aunque ya no les vea, sé que están presentes en las decisiones que tomo, en la persona que soy.
Margarida
23 abril, 2007 @ 10:35
Ayy Javier, por donde me entero que tienes un blog..como siempre aquí olvidada en mi Gallaecia primitiva.Bueno, el colegio!! cuantas risas me paso ahora con los colegas recordando, cuanto daría por volver a aquella rutina de fichas y plastilina!!. El caso es que en su día no me hizo ni gracia. Recuerdo a mi madre a paraguazos conmigo por las escaleras del edificio literalmente ECHANDOME de casa para que fuese al cole y yo gritando “que no quería ir a la cárcel!!!”. A mis 8 años ya era indomable y mi pobre madre preguntándose una y otra vez qué había hecho para merecer ese castigo…El tiempo pasa y cuando ya te ves trabajando y pagando facturas y haciendo la declaración de la renta y pidiendo hipotecas terroristas…deseas con todas tus fuerzas volver a sentarte en un pupitre verde y contemplar a tu “profe” contándote las películas con la mejor de las intenciones.
eva
25 abril, 2007 @ 12:09
La vuelta al cole en mi casa era todo un acontecimiento y un quebradero de cabeza sobre todo para mi madre y mi abuela (nuestra otra madre) ya que tenían que bregar nada más y nada menos que con siete, siete hermanos con diez años de diferencia entre el mayor y las pequeñas.
Desayunos de colacao, galletas en tazas grandes y luego a no perder el autobús que nos llevaba al cole, el nuestro, bastante lejos de casa. A mi hermana siempre le pillaba el toro y mi madre, muy paciente, cada día le metía unas galletas envueltas en “papel albal” para que se las comiera por el camino. Ella sigue así, tomándose el desayuno a lo largo de la mañana, ¡hay cosas que nunca cambian! Y aunque se hacía el propósito de desayunar sentada, mi madre ya sabía lo que había, siempre lo supo.
Los uniformes, los más pequeños por supuesto heredados, tenían esa etiqueta que a lo largo de los años iba cambiando de nombre ya que mi madre recosía y recosía. En invierno esos verdugos terribles que aún hoy me pica sólo de pensarlo. Yo no tengo hijos pero si muuuuuuchos sobrinos. Cuando les he cuidado y vestido, me he negado a ponerles semejante prenda argumentando a sus padres el horror que a mí me causaba y lo he hecho con tal determinación que no se atrevieron nunca a decir ni mú, como hacen las vacas.
Toda la prole, no en fila india, emprendía el camino hacia la ruta, caras de sueño, pesadas carteras, zapatos gorila ¡Dios no se rompían nunca!, jerseys de pico, polo blanco (o así era en un principio), falda tableada las chicas y pantalón los chicos, en ambos casos, picaba un horror. Tras el recorrido de la “ruta” por gran parte de Madrid, salíamos hacia el norte, hacia la sierra de Madrid, dejando atrás el bullicio de coches, el humo y las tiendas a punto de abrir. Un buen momento para, en el mejor de los casos, repasar la lección y en el peor estudiar lo que ese día iban a preguntarte. Pero el recorrido tenía un límite y la mayor parte de las veces era insuficiente. Por eso, acababas mareándote de leer en el autobús y con la lección sin aprender.
Al principio, mi hermana y yo (somos gemelas) lo pasábamos muy mal ya que por un lado dejábamos a nuestros hermanos y por otro a nosotras nos separaban. Mi hermana la mayor, que hacía de eso, de hermana mayor, nos llevaba a nuestras clases temiendo desde un principio nuestra reacción y sobre todo sorprendiéndose cada día de la fuerza con que agarrábamos su falda, esa falda de tablas que picaba como un demonio. Ella salía y nos quedábamos detrás de una valla llorando y mirándola como almas en pena. Aún hoy, cuando nos lo cuenta de nuevo se le saltan las lágrimas. ¡Me dabais una penita! Dice siempre.
Pero yo he tenido buenos recuerdos del colegio, el mismo hasta los 18 años. Sin embargo me gustaba dejarlo, día tras día y el mejor día eran los viernes. Mi madre solía irnos a buscar para pasar el fin de semana en nuestra casita en la sierra, en Becerril de la Sierra. ¡Ay qué tiempos aquellos! Pero eso es otra historia.
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