Cedaceros


Corría el año 1965 y yo apenas tenia siete años. Cedaceros era una pequeña calle situada prácticamente en el centro de aquel castizo Madrid de entonces. Recuerdo con vehemencia el aroma de una bombonería llamada Juncal donde mis padres compraban cacao para el desayuno. Dos camiserías para gente elegante, Arce y Burgos y a la sazón el vetusto club de Madrid, daban a la calle un cierto aire londinense. En la esquina con la carrera de San Jerónimo había una pequeña iglesia de frailes jesuitas, cuando doblaba por aquel entonces, moderno y brioso atravesando la via, un aparatoso trolebus lanzando chispas. Al doblar la calle Arlabán, una pequeña tienda de estampas taurinas y mapas medievales regentada por un coloso de capa y sombrero. Un pequeño estanco, porque el fumar era un placer, dividía la calle pegado a una peluquería para caballeros, “di que te lo dejen cortito” donde sonaba eterna y somnífera la sintonía y los consejos de Elena Francis por la radio crujiente del establecimiento. Quizás resuene todavía en las noches de Cedaceros, cuando el silencio se apodera por un instante de esta entrañable calle de mi corazón, el crepitar de aquellas viejas cintas de Tarzan y Kin Kong que un día hicieron las delicias del pequeño abandonado cine Arniches, hoy condenado a la soledad que impone el tiempo.