Tenerife

Salimos de Madrid el 4 de Junio, justamente al día siguiente de mi cumpleaños, a las 10 y media de la mañana, rumbo a Tenerife. Dos horas largas después, justamente cuando el viaje empieza a ser moderadamente inquietante se divisa a la derecha la imponente cima del volcán del Teide por encima de unas nubes blancas, impolutas y densas. Al bajar del avión, nos sorprende una brisa más bien fresca, que para mi gusto, es una delicia. Nos transporta hasta el hotel una pequeña furgoneta que a gran velocidad acomete una bajada larga y vertiginosa por una concurrida autovía hacia el Puerto de la Cruz. A la izquierda y salpicando una ladera colosal, multitud de casas de campo y edificios dispares se asoman frente a un océano atlántico de un azul profundo, entre una vegetación exuberante. Llegamos al hotel. Salgo a pasear por las calles de esta ciudad en las que en otros tiempos, los de la guerra civil, mi abuelo, daba clases de canto y dirigía el conservatorio. Todavía conserva Santa Cruz, algunas de esas casas y palacetes románticos del siglo dieciocho con sus cocheras y balcones coloniales. Delicados parques abigarrados de palmeras, dragos y exóticas casuarinas engalanados con bustos y esculturas de personajes ilustres y a escasos metros del hotel, el teatro Gimerá, coqueto e impenitente al tiempo, donde todavía resuenan en las paredes los aplausos y ovaciones de grandes operas y zarzuelas, y en el aire que lo llena, aún se intuye el perfume de señoras emplumadas, narcotizadas por la voz de aquellos tenores al paso de una furtiva lágrima.