Doña Carmen

En las noches templadas que presagian céfiros y manicomios, sus pupilas encendidas tras el cuarzo agazapadas, asaltan mis desvelos persuadidos por la lluvia imponente; corre el agua por mi espalda como un manantial enfurecido. La amé hasta la extenuación o quizás, apenas un ápice. Nuestras vidas se cruzaron como dos trenes desbocados, si acaso nos rozamos arrancándonos la piel y los recuerdos más sagrados. Perdimos la fe pero ganamos la pequeña libertad envuelta en papel cuché con vistas a Rosales; un tercero sin ascensor recién pintado, muy propio. Corren otros vientos Doña Carmen, pocos cafés duran ya una hora y tres cuartos. Dicen los adoquines que la bohemia huele a almizcle y naftalina; que no se llevan esos cuellos. Apenas quedan dos revoluciones pendientes, una reposa en el cementerio de los rencores, otra la guardo celosamente de la chusma ibérica a la orilla de otro mar, en una playa abandonada a la deriva, como no podía ser de otro modo. Descanse Doña Carmen, déjese usted mecer por las musas.